miércoles, 9 de noviembre de 2011

EL VIEJO RIO


Tras el paso del verano, en este otoño que avanza hacia las puertas del invierno; confortado con la llama a la espera de vivir el futuro, me detengo al pie de un árbol centenario con sus poderosas ramas extendidas; entrelazadas en un dosel de hojas marchitas que van cayendo sobre la húmeda hierva como lágrimas al latido de su propio destino. Bajo este cielo nórdico de Burgos, cuya luz es tan breve como inciertos en invierno sus rayos de sol, junto a la orilla solitaria del río Arlanzón, mi mirada se pierde en silencio con el continuo fluir de la corriente. El viejo río atraviesa campos, montes y valles. Y a su paso por la ciudad, en la superficie plateada de sus aguas se reflejan árboles e iglesias, monumentos y edificios junto a los cantos y palabras de amor que las parejas se obsequian bajo las torres emblemáticas de la catedral. A veces quisiera ser como el río: avanzar y no parar nunca, como la corriente solitaria que sigue siempre adelante, hasta perderse de vista a lo lejos. Y llegar hasta la orilla del mar, sentir el azote de la brisa y las olas, mirar al horizonte donde los navíos surcan lentamente el océano; y en un repentino salto de delfín nadar en la inmensidad de los abismos marinos, buscando la belleza y los símbolos de los miles de leyendas que quedaron ocultas bajo sus aguas. Y entre un sin fin de pececillos despistados que resbalan entre mis dedos como espuma blanca, sentir la caricia de tu cuerpo revoltoso cubierto de algas, sumergirme en ti con mis silencios que quieren esconderse entre caracolas lejanas, mientras una brisa suave y vaporosa acaricia tus mejillas, chocando con la música de tu cuerpo que lleva el aire

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